El significado eclesiológico de la ayuda a Tierra Santa

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«A través de su estructura y actividades, la Orden participa directamente de la preocupación del Romano Pontífice por los lugares e instituciones católicos en Tierra Santa.[…] En particular, el vínculo con Jerusalén es una especificidad de la Orden y exige responsabilidad hacia los Santos Lugares (cf. Gal 4, 26)». (Estatutos, Preámbulo)

 

Reflexionando sobre estas palabras, los Caballeros y Damas del Santo Sepulcro se dan cuenta de que, además de la necesaria práctica de las virtudes evangélicas (espiritualidad de los miembros), asumen una tarea que les ha sido confiada por el Santo Padre en nombre de la Iglesia.  Esta es una verdadera tarea eclesial, no una labor dejada a la buena voluntad de unos pocos; es mucho más. Es una asignación que corresponde a la Iglesia por la responsabilidad que tiene hacia los Lugares de Jesús y en particular hacia la Iglesia de Jerusalén, para que estos Lugares no se conviertan en yacimientos de arqueología religiosa, y para que esta Iglesia no se vea privada de vitalidad.

Ofrecer su ayuda al Templo de Jerusalén, como en el Evangelio de Marcos con la ofrenda de la viuda pobre (Mc 12,43-44), era un deber muy sincero para los judíos de la época del Señor; tanto los ricos como los pobres, al entrar en el Templo, solían depositar sus ofrendas para el culto y el mantenimiento del suntuoso edificio. Jesús, observando a los que daban, notó que algunos apoyaban su gesto echando muchas monedas, mientras que la pobre viuda, casi a hurtadillas, dejó caer «dos moneditas de lo que tenía para vivir», es decir, todo lo que tenía. La diferencia, señaló Jesús, no está tanto en la cantidad que se da, sino en la diferencia entre los que dan «lo superfluo» y los que dan «lo necesario para vivir»; la interioridad del gesto se eleva a un valor ético supremo. También Jesús, por su parte y por la de los discípulos, contribuyó en el sostenimiento del Templo. (cf. Mt 17,24-25)

Contribuir y apoyar a la Iglesia de Jerusalén es, por tanto, uno de los mayores sentimientos de responsabilidad de los cristianos hacia Tierra Santa. Así, para un Caballero o una Dama, asumir este compromiso específico forma parte de una opción de vida; en efecto, no entran en la Orden movidos por un vacío deseo de elevación social, ni para mejorar su reputación pública, sino impulsados por un sentido de alta y noble responsabilidad como «hijos», ante la que llamamos Iglesia «Madre», y ante los lugares donde Jesús pasó su vida, predicó, realizó signos milagrosos y ofreció su vida en la Cruz por nuestra salvación. San Jerónimo nos recuerda que es bienaventurado quien lleva en su corazón los lugares santos y los acontecimientos de la salvación: «¡Feliz el que lleva en su corazón la cruz, la resurrección, el lugar del nacimiento y de la ascensión de Cristo! Dichoso el que tiene a Belén en su corazón, corazón en el que cada día nace Cristo» (Hom. en Sal 95).

Cabe preguntarse: ¿es realmente un deber eclesial contribuir y ayudar a los Santos Lugares?  ¿Cómo podemos ocuparnos de la Iglesia en estos lugares, cuando a nuestro alrededor, en nuestras diócesis y parroquias, hay ya tanta pobreza, tal vez incluso más, y no tenemos suficientes recursos financieros? Estas cuestiones han sido planteadas por laicos y miembros del clero.

Sí, contribuir en el sostenimiento de los Santos Lugares y de las comunidades que los habitan es una verdadera responsabilidad eclesial. Esta responsabilidad no está reservada a la generosidad solitaria de unos pocos benefactores, sino que es un deber de todos los hijos que recuerdan y tienen afecto por esta «casa paterna/materna» donde nació y creció la primera comunidad apostólica, donde se conservan los lugares de la vida y muerte del Señor, y donde es posible volver a las raíces de la fe. La preocupación por la Iglesia de Jerusalén va, pues, mucho más allá de la conservación de su memoria histórica y arqueológica; Los Apóstoles ya habían pedido a las primeras comunidades cristianas de Antioquía, Grecia, Galacia y Macedonia que se acordaran de los «santos» de Jerusalén y organizaran colectas, que san Pablo calificaría más tarde de generosas, incluso «por encima de sus posibilidades» (2 Cor 8,3-4). En este compromiso común, pues, percibimos uno de nuestros «rasgos» característicos, que permite a cada miembro de la Orden ejercer su propia espiritualidad a través de «una gran generosidad» proveniente de los «propios recursos materiales» (cf. Y toda la casa se llenó del aroma del perfume, Romana 2021, p. 73). El mismo san Pablo nos enseña también cómo realizar este necesario acto de generosidad: «Así estarán preparados como un regalo y no como una exigencia […] Cada uno dé como le dicte su corazón: no a disgusto ni a la fuerza, pues Dios ama al que da con alegría» (2Co 9, 5b. 7).

Ayudar a la Iglesia Madre de Jerusalén en momentos de especial catástrofe, persecución y hambruna era para el apóstol Pablo un verdadero gesto eclesiológico que iba más allá de la solidaridad humana. Tierra Santa pertenece a todos (judíos, cristianos y musulmanes) porque es el lugar donde las religiones monoteístas encuentran sus raíces en el Dios único, compasivo y misericordioso. Es el lugar que nos habla de la presencia de Dios entre nosotros, como si volviéramos a «tocar» a Cristo, según la famosa expresión de san Francisco de Asís.

Esta tarea, en sí misma, pertenece a toda la historia de la relación entre Tierra Santa y los cristianos dispersos por el mundo; las peregrinaciones ininterrumpidas, las iniciativas para asegurar la presencia en los lugares más significativos, la preservación de los entornos, la construcción de basílicas e iglesias para conservar la memoria sagrada, e incluso, por desgracia, las luchas por defender, conquistar y apoderarse de Tierra Santa, dan testimonio de esta percepción de responsabilidad eclesial que siempre ha existido. No debemos olvidar nunca que estos Lugares están vivos gracias a la presencia de comunidades de creyentes y que todos nosotros, más aún como Caballeros y Damas del Santo Sepulcro, les prestamos nuestra máxima atención.

Precisamente por la importancia de Tierra Santa en la vida de la Iglesia, los Caballeros y Damas del Santo Sepulcro no se interesan ocasionalmente por ella, sino que lo hacen con constancia y generosidad, convencidos de su noble y hermosa responsabilidad.

No es raro que algunos eclesiásticos no comprendan este «deber» eclesial o se desinteresen por él; incluso existe un cierto prejuicio contra la Orden del Santo Sepulcro, que se percibe como una institución anacrónica; otros consideran que este deber eclesial es ajeno a las Iglesias locales, ya sea por la escasez de recursos económicos o por la presencia de muchos pobres, reduciéndolo así a un gesto privado e improvisado. Hay un error fundamental en esta forma de pensar: se tiende a marginar o desvalorizar este deber eclesial, que los Papas siempre han considerado dentro de la Iglesia como de alta sensibilidad y responsabilidad común. Incluso algunos Pontífices han mantenido para sí la función de Gran Maestre de la Orden, antes de delegarla en un Cardenal.

Me parece muy bien que los Obispos, y son muchos, incluyan en sus tareas la atención pastoral de la Orden Ecuestre del Santo Sepulcro, cuyos miembros no solo pertenecen a una Entidad reconocida por la Santa Sede, sino que son ante todo sus propios fieles, lo que hace que puedan ser la expresión concreta de una obra que encuentra su lugar en las Iglesias locales. De hecho, a través de la presencia de los Caballeros y Damas del Santo Sepulcro, es la misma realidad eclesial diocesana la que participa en cierto modo en el deber de ayudar de forma permanente (y no solo ocasionalmente) a la Iglesia Madre de Jerusalén y a aquellos Lugares en los que, con bastante frecuencia, los Obispos dirigen peregrinaciones, conservan recuerdos imborrables y envían a laicos y sacerdotes a profundizar en estudios bíblico-teológicos y a vivir intensas experiencias interreligiosas.

Ayudar a la Iglesia Madre de Jerusalén es un acto de gran nobleza de espíritu y auténtica caridad.  A Judas Iscariote, que comentó negativamente el gesto de María de Betania, que, según él, derrochaba dinero al ungir los pies del Maestro, Jesús le respondió directamente: «Déjala». Su gesto no quita nada a los pobres que «los tenéis siempre con vosotros» (Jn 12,8), sino que hace referencia al misterio de la fe, de su Persona y de su resurrección.

 

Fernando Cardenal Filoni
Gran Maestre

(Otoño de 2022)