Entrada solemne del Gran Maestre en el Santo Sepulcro de Jerusalén

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Ingresso Santo Sepolcro

El 10 de mayo, el Gran Maestre hizo su entrada solemne en el Santo Sepulcro de Jerusalén, acontecimiento que se había retrasado varias veces debido a la crisis sanitaria mundial. Leemos aquí la reflexión que compartió en este momento tan importante.

 

Una peregrinación a Jerusalén es siempre un don de Dios. Así era en el corazón del judío fiel; así era para Jesús. Pero, ¿para nosotros? Además, ¿qué significado tiene -de manera especial- este lugar?

Hay una analogía bíblica, yo diría cristológica, que tomo prestada del libro del Éxodo (capítulos 33-34), para responder a esta pregunta.

En el libro del Éxodo se narra que Moisés, el que conversó con el Señor en el Tabor junto con Elías, dijo un día al Eterno: «¡Muéstrame tu gloria!» (Ex 33,18). El Todopoderoso prometió entonces mostrar su esplendor y ofrecerla a los que quisieran darla y tener misericordia con los que tuvieran misericordia. Luego añadió: «Pero mi rostro no lo puedes ver» (Ex 33,20). Luego dijo el Señor: «Aquí hay un sitio junto a mí; ponte sobre la roca. Cuando pase mi gloria, te meteré en una hendidura de la roca y te cubriré con mi mano hasta que haya pasado. Después, cuando retire la mano, podrás ver mi espalda, pero mi rostro no lo verás» (Ex 33,21-23).

En estas palabras estaba representado el misterio de la cruz y la muerte de Cristo. Él también será colocado sobre una roca y luego en el hueco de una tumba excavada en la roca. Se cubrirá una cavidad, el sepulcro de José de Arimatea, y, como la mano protectora de Dios hacia Moisés, una piedra será rodada al amanecer del tercer día. La gloria de Dios aparecerá entonces en el Señor Resucitado a los ojos de los discípulos incrédulos.

Aquí, en este mismo lugar, la gloria del Resucitado reaparece en la fe del creyente: ¡Bienaventurados los que, sin ver, creerán!

Este es el sentido de nuestra peregrinación de hoy.

Los que viven en Jerusalén tienen la tarea, yo diría el deber espiritual, de dar testimonio y contarnos el misterio de la gloria de Dios manifestada en Jesús.

Pero nosotros, venimos aquí, como decía san Francisco de Asís, a «ver y tocar» al Señor: ver sus huellas, escuchar el eco de sus palabras, tocar el lugar donde fue depositado, según la misma exhortación del ángel: «Venid a ver el sitio donde yacía e id aprisa a decir a sus discípulos: “Ha resucitado de entre los muertos”» (Mt 28,6-7). ¡Es el lugar donde Dios nos salvó!

Vosotros, queridos hermanos y hermanas, hijos de esta «Iglesia Madre» de Jerusalén, tenéis la misión del ángel que os anima a ver dónde se ha colocado el Señor.

Gracias por este servicio a los hermanos y hermanas fieles de todo el mundo y, en particular, a los hermanos Caballeros y Damas del Santo Sepulcro.

Venimos hoy, en el silencio de la fe, a sacar de este pozo de agua viva, donde descubrimos al «Señor, Dios compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia y lealtad, que mantiene la clemencia hasta la milésima generación, que perdona la culpa, el delito y el pecado» (Ex 34,6-7).

Venimos como peregrinos para descubrir este misterio. Venir a este lugar es todo el sentido de nuestra peregrinación.

Es aquí donde todo Caballero y Dama que ama este lugar sabe que extrae el sentido de su dignidad, y que llevará consigo para el resto de su vida el recuerdo de su fe en Cristo resucitado.

¡Amén!   

Fernando Cardenal Filoni
Gran Maestre

 

(10 de mayo de 2022)

Meditación del Gran Maestre con motivo de la Santa Misa celebrada en el Santo Sepulcro de Jerusalén

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Messa Santo Sepolcro

Queridos hermanos y hermanas

¡Qué emoción!

Nos encontramos aquí ante el lugar donde la piedad humana había depositado el cuerpo destrozado y sin vida del Crucificado. Aquí parecía terminar toda expectativa y toda esperanza de quienes lo habían seguido y amado. Toda tumba, de hecho, es el fin de la vida humana.

Aquí, en el lugar en el que estamos reunidos, los pocos discípulos de Jesús que quedaban (José de Arimatea, Nicodemo y las mujeres que habían cuidado de su cuerpo) intercambiaron sus últimas miradas, derramaron sus últimas lágrimas y se dijeron sus últimas palabras angustiadas. El evangelista Mateo recuerda que «María la Magdalena y la otra María se quedaron allí sentadas enfrente del sepulcro» (Mt 27,61). Luego hicieron rodar la piedra y se marcharon.

El cuerpo del Maestro quedó en la paz de la muerte, en la oscuridad del sepulcro y de la caída de la noche.

Al partir, cada uno llevaba consigo pensamientos tristes, no muy diferentes de los que acompañan a todo entierro; pero aquí había también el desgarro provocado por la muerte injusta de un hombre bueno, no de un malhechor, y esto lo hacía aún más atroz.

El cuerpo del «Hijo del Hombre» (Dn 7, 13), según la palabra del Creador: «¡Eres polvo y al polvo volverás!» (Gn 3, 19), permaneció sin vida en el sepulcro. Era la conclusión de todo.

Pero el Eterno, a quien Jesús había confiado su vida antes de exhalar el último suspiro, quería que la confianza depositada en él no se extinguiera con la muerte. En verdad, Jesús siempre había proclamado su esperanza en el Todopoderoso, en su Padre, y había pedido lo mismo a sus discípulos: «Creed en Dios y creed también en mí» (Jn 14,1). También había proclamado: «Yo soy la vida» (Jn 14,6). Ahora bien, ¿cuál era el sentido de su muerte, de su fin? ¿Podría haber sido todo un engaño?

Pensar lo contrario no pertenece al razonamiento humano. De hecho, Jesús, al asumir la naturaleza humana, había aceptado el camino de su propia existencia hasta la muerte, aunque fuera amarga y aparentemente sin esperanza, hasta la tumba.

Sin embargo, ¿parecía que la fe de Jesús se extinguía ahora con él en la tumba, en el silencio ligado a la transitoriedad que conlleva la muerte del  «Hijo del Hombre» (Dn 7,13)?

Frente a esta tumba, aprendemos la fe. El silencio de la fe. Aquí no descubrimos el silencio de Dios, sino el silencio de la fe. Estamos, sin embargo, ante el misterio que transforma un lugar de decadencia en un surco de vida.

¡Todo esto en tres días!

Entonces: «Pasado el sábado, al alborear el primer día de la semana, fueron María la Magdalena y la otra María a ver el sepulcro» (Mt 28,1) y nosotros, existencialmente, con ellas. La tumba está vacía. Aquí tuvo lugar el primer anuncio: «¿A quién buscáis? ¡El Señor ha resucitado!»

Jesús sale al encuentro de los suyos, les ayuda a superar la angustia, les apacigua el espíritu; está con ellos, les da la paz; es el Viviente.

Ante este Lugar, santo porque la santidad de Dios se manifestó de forma inédita, nosotros hoy, repito, aprendemos la fe. Encontramos a Jesús vivo en la fe y en la gracia sacramental de la Eucaristía, donde ha elegido seguir estando, de forma mística, entre nosotros y en la historia. Él dijo: «Yo soy la vida» (Jn 14,6). No hacen falta muchos comentarios ni razonamientos para convencer.

Solo nos queda responder, o bien como María de Magdala: «Rabbouní, [...] Maestro» (Jn 20,16); o como Tomás: «¡Señor mío y Dios mío!» (Jn 20,28).  ¡No hay nada más que decir!

La Eucaristía que celebramos hoy en este Santo Sepulcro no es un rito para un difunto, sino la celebración de la resurrección del Señor que se nos da como un don vivo: «Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo; el que coma de este pan vivirá para siempre. Y el pan que yo daré es mi carne por la vida del mundo» (Jn 6,51). 

Me gustaría que estos fueran los sentimientos que nos acompañaran en esta celebración, a la que asisten espiritualmente todos nuestros Caballeros y Damas, nuestras familias y amigos.

Jesús ha resucitado, Jesús es el Viviente en la Eucaristía, y yo he encontrado al Resucitado. ¡Amén!

 

Fernando Cardenal Filoni
Gran Maestre

(11 de mayo de 2022)